Aire de Mar en Gádor
Editorial: Alfaguara
Año de publicación: 1992
Nº de páginas: 254
Resumen
He aquí el relato de una utopía. Pero también, entrelazado a ella, el testimonio de la peculiar relación de sus siete personajes -entre ellos esa Mar literalmente inolvidable- con la vida y su intento radical por reconocerse a sí mismos, unas veces en los demás y siempre en el espejo de la propia existencia.
Gádor –la emblemática mansión en la que confluyen– es el lugar de ese exilio voluntario en el que la nostalgia se entremezcla con el humor y el amor con la sorpresa. En las otras esquinas de la realidad, contrapuntos de Gádor, el último viaje del «Leonardo» o los conflictos periodísticos de La Crónica del Siglo completan una historia escrita con una limpieza sólo posible en las novelas de largo aliento.
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El País
3 nov 1989
El autor comenta
Yo no escribí esta novela: la dibujé muy lentamente con una pluma Parker 51 (la que había usado siempre hasta la fecha), y volviendo a empezar una y otra vez con cualquier tachadura. Y no tanto en busca de la pulcritud o la perfección sino para mantener la concentración mientras me llegaban las imágenes, la música, las palabras precisas o incluso la propia historia del libro, pues este, el primero después de un par de novelas de aprendizaje (inéditas, y que sigan así), fue el más inconsciente de mis libros: sólo tenía en la cabeza la curva, no los detalles. Eso es lo que recuerdo sobre todo, más incluso que el hecho de que arrojé a la basura un primer borrador, con la novela ya terminada, conservando tan solo el primer capítulo. Y en efecto, como ocurre con casi todos mis libros, y antes, con mis obras de teatro, el primer capítulo tiene una densidad distinta.
También recuerdo lo muy irreal y ficticia que encontraba la calle, al salir a media tarde para ir a mi trabajo en el turno de seis de la tarde a una de la mañana en la agencia de noticias Europa Press, a una manzana de mi casa. Por no hablar de lo irreal que me parecía el ambiente de la propia agencia, con las intensas intrigas de política y terrorismo de cualquier día en el Madrid de la Transición. Gádor y el piano de Mar me parecían mucho más reales durante una buena hora, así como La Crónica del Siglo, el periódico de Dimas y Paloma que nace en este libro, y que con los años, quién lo iba a decir entonces, iba a contar precisamente (en mi última novela, en prensa) la historia periodística de esos años.
No podría decir dónde exactamente se encuentra Gádor, la mansión en la que sobreviven Mar y Rodrigo, dos huérfanos -en Madrid en la novela-, pero si pienso en ella, me vienen a la cabeza casonas de Barcelona, Mallorca y Bogotá. Sobre todo la casa de mis abuelos, en cuyas proximidades nací, en Bogotá, y a cuyo ático acompañé a mi madre, para abrir viejos baúles, una tarde de cuando yo tenía doce años que todavía puedo oler. Pero más que casas reales, Gádor es el destilado de las muchas crónicas de unos padres narradores, con buena memoria literaria, sobre casonas de dos familias de otro tiempo en un mundo ya ido. Si bien contadas a mi hermano y a mí con el encargo, sospecho, de que creásemos otro.
Ese es el aire que intenta capturar Mar con su piano.
Fragmento
Más que la venta del lado o los comadreos que siguieron, fue la marcha de Cóssima, sin despedidas, la que abrió una grieta en la sobriedad con que Rodrigo aceptó la ruina, en el despego con que Mar se dispuso a soportarla. Educados austeramente, pese a la abundancia, en el desprecio de la ostentación, no era la pérdida de un lago y unos cuantos cisnes la que podía frustrarles, sino la obligación de abandonar a una persona unida a ellos por lazos delicados, cuya familia compartía el destino de la suya desde un tiempo que ninguno de ellos recordaba.
Cóssima salió un domingo dejando tras de sí una casona reluciente, una cocina en orden y un ramo de flores blancas en un antiguo pote de café, y no regresó para disponer la cena fría de los días festivos. Su falta fue creciendo con el tiempo, como si el silencio se hiciera más intenso, y las huellas de su ausencia no tardaron: un débil color gris comenzó a desteñír los muebles, y las cacerolas fueron perdiendo su perfecto brillo y el apretado orden que les había permitido convivir en paz en los armarios. El moho del abandono se insinuó el Gádor, les atacó la esperanza y les puso en un estado de ánimo peligrosísimo.
No por ello se dejaron ir. Rodrigo continuó afeitando su apretada barba roja todos los días, y Mar siguió alternando las trenzas que le envolvían las sienes como caracolas y los moños holgados en que reposaba la nuca y que balanceaban su amplia frente. Mas un pesimismo radical se incrustó en Rodrigo con tanto ahínco que se le confundió con la verdad irrefutable. Como si temiera perder la lucidez, Rodrigo se adentró, primero tímidamente, luego con verdadero arrojo, en la lectura de los grandes pesimistas, y aunque es probable que no se hiciera con el significado abstracto de sus razonamientos, parecía satisfecho por su inevitable tono melantólico. En realidad no era una justificación abstracta de la angustia lo que buscaba en lecturas tan respetables. Era más bien una cierta ordenación de las palabras grises, doctoral y digna de crédito, en la que poder refugiarse como quien se abriga en los conciertos de laúd las tardes de nostalgia.
Mar hizo algún intento también por el lado de la filosofía, alineada por temas enigmáticos como Huida, Búsqueda y Lógica en el segundo piso de la bilbioteca, pero abandonó al percibir que le intentaban equivocar las tres o cuatro ideas claras que tenía en la cabeza. Evitó a partir de entonces la biblioteca, temiendo que allí se encontrara la sede de la tristeza, y durante un tiempo vagó por habitaciones antiguas y salones fríos, abriendo cajones para acariciar sin ganas recuerdos que no eran suyos, procurando poner orden en armarios aunque realmente cambiando el desorden de lugar. Tuvo que agotar el tedio para volver a la biblioteca una media tarde de luz indecisa, en busca de compañía, y tuvo que ser una cierta envidia de Rodrigo, apasionado en la lectura de los libros fatalistas, la que la decidiera a buscar algo que le sacara delcuerpo el aburrimiento de sí misma. Fue un acierto. Un poeta logró engancharla con el entusiasmo de sus odas elementales, y otros poetas la fueron sosegando son sus rimas hasta que las palabras se desdfibujaron por completo y Mar se encontró sentada frente al piano, como antes.
Para la suave y fuerte Mar, para su necesidad de coherencia y para el cansancio de su cuerpo flexible entumetido por la duda, el redescubrimiento de la música fue algo así como el regreso al cielo de un aviador prisionero. Es cierto que por un tiempo interpretó a menudo a Schumann, y en el especial los acordes que lo condujeron por el desfiladero sin retorno del suicidio, pero eso mismo indica que Mar estaba recobrando ya la voluntad sin fisuras que define a los santos, a los héroes y a los tercos.
Porque Mar no había nacido para vivir guiada por una filosofía, una militancia, una religión. Tampoco por un carácter un clima o un marido. Había nacido, y ella lo sabía aunque se le olvidase a veces, para buscarle a la existencia el ritmo, la cadencia exacta. Algo muy tiránico que se escondía en casi todos los rincones, y especialmente en las entrañas del piano color de vino que vivía desde siempre en la biblioteca de Gádor, bajo la luz antigua de un alto candelabro esculpido en cobre y cristal sutil.
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