MIRADA SORELA

Felicidad y libros

Apartado: Siete años de Blog

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Quizá la más alta medalla que yo haya recibido nunca, y en todo caso una de las más profundas satisfacciones, fue la vez en que un antiguo estudiante se detuvo a saludarme en un camino del campus de mi universidad. El hecho no tendría nada de extraordinario de no ser porque ese estudiante había sido un tímido en una época más bien caradura. Vestía siempre de negro, caminaba mirando hacia abajo y pertenecía a lo que yo llamaba el ala cinematográfico-leninista de la clase, aquella conformada por los estudiantes que sólo parecían vivir por y para el cine, y desde la que de vez en cuando se desgajaba alguno, encendido de entusiasmo -nunca él-, y con voz de conjurado me recomendaba una oscura película de madrugada que en algún cine heroico y sin palomitas luchaba contra la marea, el maremoto de las películas de plástico.

– Quisiera agradecerle los libros que usted nos hizo leer -me dijo mi estudiante-. Yo no sabía que se podía leer así. Desde entonces me he convertido en un adicto. Quería que lo supiera.

No tuve apenas tiempo de darle las gracias y precisar mejor porque, hundiendo de nuevo la mirada entre sus hombros negros, que siempre parecían encogidos por el frío o por la timidez, el estudiante siguió su camino y desapareció. Y porque la vanidad me pierde, como a todo el mundo, y mi estupidez me conduce a valorar primero lo que brilla, sólo con el tiempo me fui dando cuenta del extraordinario valor que, más allá de los rubores de mi ego, encerraban sus sencillos elogios.

   Primero pensé en la lista de libros y me centré en el placer de revivirlos, y no sin la punta de envidia con que miramos a quien va a conocer Venecia (en invierno), se dispone a descubrir el alpinismo… o quien abre por primera vez Los miserables, de Victor Hugo. Yo lo hice ya mayor, en efecto, y mis amigos creyeron que me había sucedido algo pues durante un mes no volví a mostrarme ni en el cine. Sobre todo en el cine. Ninguna película podía igualar ese poder de secuestro del libro de Victor Hugo, al igual que el de A sangre fría, de Truman Capote, la lúcida sobriedad de Camus en La peste, o la Madame Bovary leída con la entusiasta explicación de Vargas Llosa; los cuentos de Maupassant y London, Guerra y Paz, de Tolstoi y la mayor parte de las grandes novelas del XIX; el Demian de Herman Hesse y los consejos de Rilke al joven poeta o los civilizados juegos de Borges, que poco a poco y sin casi querer han ido haciendo la revolución de nuestro tiempo.

Pero luego, poco a poco, como esas grandes revelaciones que tienen la cortesía de llegarnos en murmullo, comencé a pensar en lo que me había dicho el estudiante: «yo no sabía que se podía leer así». Y comencé a sentir, como es natural, una suerte de inquietud.

Porque de esa suave estupefacción se desprendía un indirecto reproche: si no sabía que se podía leer así, es que había estado leyendo de otra manera. Y dado su entusiasmo por la recién descubierta forma de leer, y vista su adicción al cine, es fácil comprender que sin demasiado éxito. No hace falta ser un brujo para saber cuál es esa manera de leer de la que ese y tantos jóvenes son víctimas sin que a nadie se le pidan cuentas. Está a la vista de todos, en la mayor parte de las aulas: amarillentos programas de literatura sobre autores remotos e inadecuados para esos estudiantes, y lo que es más grave, en lecciones impartidas por profesores que de toda evidencia están enseñando literatura como podrían estar enseñando geografía o administración de piscinas públicas, y que, a la vista de lo que enseñan, es posible que de esos mismos libros no tengan más noticia que sus viejos apuntes de clase, cuando eran estudiantes, o los resúmenes de las editoriales.

Como escritor invitado a colegios, no tengo más que admiradas anécdotas sobre el milagro conseguido por profesoras-malabaristas de literatura que en remotas zonas rurales consiguen la hazaña de que se entiendan mis libros mejor que en otras zonas al parecer más propicias. Como profesor, no puedo dejar de recordar las veces en que ex alumnos me han comentado frente a un café que no van a clase de literatura, en cursos superiores al que cursaron conmigo, porque no quieren que el profesor les haga una zancadilla en el impulso conseguido leyendo a Hugo, Camus, Tolstoi, Capote, Orwell y los demás.

Y escuchándolos -pues es un reproche recurrente- no puedo por menos que recordar una entrevista que le hice al luego premio Nobel Seamus Heaney, y que versó sobre todo de educación. Cuando le pregunté qué hacía, cómo enseñaba literatura (en Harvard, me parece recordar), contestó algo así: «Bueno, ¿sabe usted?, yo soy un poeta y como a los poetas nos toman un poco por locos, nos dejan hacer un poco lo que queramos». Suerte de justificación después de la cual me dijo, como si fuese una herejía: «Yo enseño a admirar ¿sabe usted? Admirar a escritores y obras. Para derribar ya tendrán tiempo».

Con lo cual aludía a lo que el crítico estadounidense Harold Bloom ha llamado la cultura del resentimiento, que según ha denunciado (también lo ha dicho George Steiner), inunda la moderna academia sobre todo anglosajona y que -con independencia de la validez o no de sus teorías, que no se discuten aquí-, propicia el primer error que no debe cometer un lector: leer sin generosidad, o si se prefiere, leer con mezquindad. Leer a la luz de los dogmas circunstanciales de lo que, en forma caricaturesca, ha derivado en lo que se ha dado en llamar Pensamiento Políticamente Correcto, y que ha llevado y lleva, en la universidad y en otros sitios pero sobre todo en la universidad, a aberraciones que serían del todo pintorescas, y con frecuencia difíciles incluso de creer, de no ser porque las víctimas son generaciones enteras de estudiantes.

La gran pregunta es cómo hemos llegado aquí. Pero no es este el lugar para contestarla. Aceptemos pues la hipótesis de un estudiante a quien nadie ha enseñado a leer, habituado a confundir literatura con polvorientas lecciones de biografías de escritores y etiquetas acuñadas por académicos que prefieren no pensar -no es broma: la gran pregunta en mi examen de Historia de La Literatura Española, a cargo del catedrático-mandarín de turno, fue la fecha de la segunda edición de La celestina- y confundiendo, como es natural, al igual que el resto de la población, literatura y premios literarios, literatura y medallas y embajadas (que hasta hace poco parecía el destino natural de los literatos), literatura y sociología, literatura y mercado. Mas como decía Borges, el número de libros que vende un escritor es el tipo de cosas que interesan a quien no le interesa la literatura.

Una de las ideas hechas más insistentes de las muchas que proliferan en el mundo de los libros -y proliferan porque en ese país hay cada vez más ciegos y menos tuertos- es que el hábito de la lectura sólo se puede adquirir en la infancia. Por el contrario, yo he sido testigo de varias conversiones tardías, o si se prefiere, descubrimientos tardíos del Mediterráneo, y he visto cómo adultos y hasta ancianos se encontraban al fin entusiasmados con la lectura -era sólo cuestión de encontrar el triángulo ideal de lector/libro/momento-, preguntándose tan sólo, como si se hubiesen enamorado, cómo habían podido vivir hasta entonces sin ella.

Pero en mi caso sí fue cierto: yo tuve la suerte de haber nacido con la garganta muy vulnerable, propensa a las anginas, en un mundo tan antiguo y atrasado que lo que se entiende por medios de comunicación se resumían en un viejo pero sólido radio-tocadiscos cuyo dial señalaba los nombres de remotas ciudades como una suerte de declaración de principios: Moscú, Berlín, Nueva York, Buenos Aires… y en el que mis padres eran sobre todo aficionados a escuchar a Chopin, Beethoven, Brahms y en general el catálogo de la música romántica. Parece increíble cómo tan minúsculas circunstancias contribuyeron a decidir mi destino.

La garganta débil (y sus correspondientes días de cama) fue la responsable de una poderosa fuente de aburrimiento cuya importancia debería ser debidamente reconocida por la cultura -y aquí hago la propuesta: ¿por qué no un monumento al aburrimiento?-, dado que sin ella no es posible el acceso a los libros. Y por razones que cuesta exponer, de lo sencillas que son: sólo el aburrimiento genera el estado de ensoñación necesario al esfuerzo que supone en el niño toda lectura. Y que nadie se engañe, toda lectura supone un esfuerzo, pues siempre implica -siempre- dos actos simultáneos de extrema sofisticación: a) el acto de abstracción que se produce al reconocer ciertas combinaciones de letras-signo; y b), el acto de imaginación que supone el lograr que esas combinaciones lleven a la recreación de otra realidad, ya sea visible (un paisaje), ya teórica (una idea), ya en movimiento (un cuento).

Si se piensa se verá que ambas operaciones son en extremo sofisticadas, si pensamos en lo que éramos hace unos cuantos cientos de años constituyen casi un milagro, y el hecho de que durante dos o tres siglos (o menos) las hayamos realizado de forma más o menos generalizada con relativa frecuencia y solvencia no significa que ello se vaya a mantener de forma indefinida.

Pues es justamente eso lo que, a partir de mi experiencia de escritor, profesor y también lector, me parece que está empezando a encontrarse en peligro.

Permítaseme un pequeño salto atrás, al punto en el que explicaba que una de las circunstancias decisivas de mi vida fue la existencia en mi casa de una gramola con vocación por los discos de Chopin y con un dial internacional de radio. En realidad no fue tanto esa presencia la decisiva, como una ausencia que se habría de mantener hasta muy tarde, y que hoy parece casi una blasfemia, o incluso una entelequia: en mi casa no había televisión.

Lo juro.

Es verdad que yo fui niño en los años cincuenta, pero no lo es menos que, aunque la televisión comenzaba, era el tema obligatorio en los recreos del colegio, y que por consiguiente yo pedía una televisión casi que con la misma insistencia que podría poner hoy un chico. Pero mis padres no cedieron. Mi padre aceptó una que le regaló un amigo… durante un par de días. Creo que la miró un poco, debió de comprobar algo que ya intuía, y luego la devolvió. Lo que son las cosas, ese episodio es uno de los decisivos de mi vida, pues determinó mi vocación de escritor, que, al menos en mi caso, lleva incorporada como una nariz, un corazón, unos ojos, la de lector.

Yo no quería leer, al comienzo. Y si llegué a la lectura, fue porque, a la vista de la actividad de sus moradores, en mi casa no había otra cosa que hacer, como si la lectura fuese un modo de vida (lo es). Me pregunto si las más jóvenes generaciones han podido conocer algo semejante: no creo que el ruido de la televisión y los demás artefactos que a veces parecen tener como única función impedir el silencio se lo permita. Aunque volveré sobre ello, permítaseme adelantar que sólo así se explica que, ante el encargo de escribir un texto sobre el dolor, buena parte de una clase de universitarios de 21 años llegase con redacciones sobre el dolor…de muelas, o de un brazo roto, o de embarazo. Apuesto cinco a uno a que esos estudiantes no tuvieron suficientes dosis de aburrimiento en su infancia.

He pensado mucho, claro está, sobre por qué mi padre devolvió el televisor. Lo devolvió porque le parecía un artefacto más dañino que benéfico, como es natural, pero… ¿por qué? ¿Era simple incapacidad para adaptarse a los cambios de la modernidad, que es, tengo entendido, una de las enfermedades más comunes de nuestro tiempo? Es posible… pero no sólo. (He de reconocer que, llegado el momento, cuando me fui a casar yo también hice planes para continuar con mi vida sin televisión … pero no me fue posible: no sin razón, fui convencido de que no podía imponerles a mis futuros hijos el prescindir de uno de los principales lenguajes de su tiempo).

Mi padre era mayor, quiero decir que se casó con el pelo gris, tras una intensa vida entre viajes e idiomas. Murió cuando yo tenía quince años, pero para entonces creo que, de un modo sutil cuando no casi secreto, había logrado transmitirnos esa visión del mundo que todo padre aspira a legar a sus hijos.

Creo que de un modo que apenas ahora comienzo a percibir, ese legado tenía que ver con los viajes, justamente. Y si sólo ahora comienzo a percibirlo, es porque ese aprendizaje sólo lo puede confirmar la experiencia.

Es urgente aclarar cuanto antes que cuando me refiero a viaje no me refiero al movimiento agitado en busca de fotografías ante monumentos turísticos, ni siquiera al que colecciona experiencias. Me refiero al que se desarrolla por dentro, en particular, pero no sólo, por un conocimiento digno de tal nombre de países e idiomas y todo lo que ello implica distintos a los propios. Nacido a comienzos del siglo XX, e hijo de un explorador de África que luego derivó en diplomático español en diversos países de Europa, mi padre creció con el privilegio de ese tipo de viajes… y esa es la razón principal por la que medio siglo después prohibió la televisión en su casa: la veía -estoy convencido- como un pobre sucedáneo de la realidad.

Bien, quizá lo sea, un sucedáneo de la realidad, digo, pero ¿por qué impedírsela a chicos que no van a poder darse la vuelta al mundo en 80 días?

Ahí está la cosa: porque sí pueden.

Cuando comparo este tiempo con el que alcancé a conocer del de mi padre, y también el anterior, que me relataron mil veces, algo se me impone ante los ojos, siempre y cuando esa mañana me los haya afilado con cuidado y me haya quitado sin contemplaciones las legañas de los prejuicios: y es que la gente, en aquella época, era menos gente que ahora y más personas. Por lo menos en los países que conocí, más o menos el Mediterráneo europeo y algunos latinoamericanos.

Hago esfuerzos por no permitir que la memoria, que es muy novelista, se deje llevar por la idealización, y aún así se me impone con insistencia una idea que por otra parte se mantiene en mí desde entonces, aunque fuese un niño: la de que la gente tenía un perfil más nítido, más individual, más elegido. No sólo eran posibles las individualidades sino frecuentes. Lo que hoy pasa por peculiar y hasta excéntrico era entonces lo habitual. Un pequeño indicio: cuando mi madre, colombiana, era joven, casi todos sus amigos tenían mote: el pato, Bambuco, el tigre…Quiere decirse que no sólo tenían algo que los diferenciaba de los demás sino que buscaban resaltarlo. Otra imagen que me viene con insistencia es la de mis en el lugar donde pasábamos los veranos: todos tenían padre y madre diferenciados, no sólo porque hablasen lenguas distintas, y se les veía poco la relación con las minestras de turista a la plancha de nuestro tiempo, donde cuesta diferenciar a un guisante de otro. No es ningún secreto que hoy, desde las estrategias de la mercadotecnia a las de los artistas (de mercado) y los viajes en grupo, todo apunta a la identificación lanar en el rebaño: de lo que se trata es de parecerse.

A poco que se mire, algo reúne a ambos grupos, lejanos en la distancia e incluso en el tiempo: ambos vivían en sociedades poco vertebradas, la Colombia de los años 30 y la España de los 50, anterior al maremoto de turistas que comenzó en los 60, y que había de convertir a todo el mundo en granito de arena en una playa inacabable. Sobre todo, ambos grupos vivían en sociedades sin televisión y con un cine que, de acuerdo con el dictat de Malraux según el cual el cine no puede ser un arte porque es una industria, aún era arte y todavía no plenamente una industria.

A riesgo de ser acusado de utópico, elitista o apocalíptico (en la acepción de Umberto Eco), no puedo por menos que advertir de una conclusión que he ido sacando en 20 años como profesor de escritura en la universidad: los jóvenes, que son tan inteligentes y aprenden tan rápido como siempre, están perdiendo capacidad de abstracción y también imaginación. Y el que lo dude, que intente razonar en ideas sin confundir ese ejercicio con los pseudo debates de ínfimo nivel de la televisión, y sobre todo, que lea los ejercicios de creación que escriben los jóvenes (y a menudo que leen): 9 de cada 10 tratan de su propio ombligo. A diferencia de otras épocas, en las que los jóvenes intentaban leer historias y aventuras que les alimentaran la imaginación (Julio Verne, Jack London, incluso Dickens…), la tendencia generalizada hoy, como es sabido, consiste en reflejar con la mayor fidelidad posible (pero es una falsa fidelidad de cámara desechable) el propio grupo, el propio barrio, la propia aldea … el propio ombligo. Pues bien: como es sabido, ésa, la ambición de sentirse reflejado, es lo que caracteriza la lectura de primer nivel, lo que define al lector más novato: el que busca en el libro un espejo.

Creo que esa lectura de primer nivel es una consecuencia directa de años y años de televisión (el español dedica a la televisión un promedio de tres horas y media diarias). Y no sólo por el empobrecimiento de la imaginación que tal lectura lleva implícita, sino porque esa es justamente la estrategia de la mayor parte de las series televisivas, al menos a comienzos del siglo XXI: la búsqueda de grandes públicos que se sientan lo más reflejados posible; el héroe no es ya un cazador por lejanas tierras sino el cartero, el maestro o el ama de casa del piso de abajo. Y la deducción me parece evidente: visto que, se quiera o no, todos somos algo distintos, se les busca a través de una especie de mínimo común denominador vital e intelectual.

Yo nací a la escritura en una cualquiera tarde lluviosa, en Bogotá, donde entonces vivíamos, mientras el profesor de literatura de mi liceo francés leía un pasaje de Las memorias de ultratumba, de Chateaubriand. Como casi todos mis compañeros yo apenas prestaba atención, y consideraba la clase de literatura francesa como una asignatura mucho más dúctil a la siesta o a la lírica contemplación de la lluvia a través de la ventana que, por ejemplo, la maliciosa clase de matemáticas, que aprovechaba cualquier oportunidad para pillarnos en falta.

Pero algo sucedió porque, como en un embrujo -literalmente- aquel pasaje clásico en el que el niño evoca los pasos de su padre en el piso de arriba mientras afuera ruge la tormenta de Bretaña y él intenta dormirse fue captando mi atención, y cuando el profesor terminó -casi que podría repetir sus palabras-, yo estaba inmerso en mi epifanía particular y casi levitaba. Tendría unos 13 años, y aunque hoy suene melodramático, me dije: «Yo quiero hacer eso», y eso, sin apelación posible. Y en efecto, así fue: poco después presenté una redacción en la clase de castellano que llamó la atención de mi profesor… y también la de algunos compañeros, que quisieron jugar a ese nuevo deporte. Al final de curso habíamos creado una especie de sociedad literaria en la que se esperaban las clases de literatura, en castellano y francés, como una suerte de recreo: el sueño de cualquier profesor.

Mil y una veces me he preguntado qué ocurrió en aquella remota tarde de lluvia, ya mítica en mi propia memoria. ¿Fue el talento de Chateaubriand? ¿Fui yo mismo, que ya estaba preparado para recibir un bautismo que iba a llegar en cualquier caso? ¿Fue la lluvia? ¿Fue la evocación de un padre un tanto remoto y legendario? Es posible que fuese todo eso… pero en particular creo que fue el recuerdo del padre un tanto inaccesible.

El mío no lo era, inaccesible, pero lo parecía: tenía el pelo blanco, una mirada cargada de experiencia y, sobre todo, tenía sus reglas del juego particulares, que claramente venían de otra parte. Además, y creo que esto es importante, le gustaba contar: anécdotas, recuerdos e historias, pero contaba de un modo peculiar: tenía un gran sentido del drama y de la mise en scène, y se colocaba de entrada en el centro de la historia. «Una vez en Berlín…», empezaba, o El Cairo, Lima, Inglaterra cuando la guerra, y así. Pero cuando terminaba y uno quería completar el cuadro -«¿Por qué estabas en Berlín?»-, entonces se reía, feliz como el mago tras el truco que por supuesto no descubre.

Y esas cualidades un tanto misterosas estaban en estrecho contacto con su otro gran talento, que era el de incitarnos a la lectura y leer los mismos libros al tiempo que nosotros, como quien no quiere la cosa, y al amparo de ese sigilo irnos metiendo la idea de que realizábamos algo único, valioso, extraordinario. Como en efecto era. Leer a Julio Verne, Dostoievski, Victor Hugo a según qué edades es uno de los acontecimientos decisivos de una vida -lo fue en la mía en cualquier caso-, y con la misma impavidez, los libros de Enyd Blyton de ese año y también los Tintín, cuya publicación mi padre acogía cada año como un acontecimiento con un procedimiento muy sencillo: en Navidades nos regalaba el de ese año… pero competía con nosotros para ver quién lo leía antes. Ese subrayado reforzaba el valor extraordinario que bajo muchos puntos de vista tienen los álbumes de Tintin.

Eso, y las ausencias. Pues igual que con su forma de contar, mi padre tenía otra facultad, que era la de desaparecer. Ya fuera en casa, ya fuera de casa, mi padre desaparecía durante temporadas, y sus ausencias resultaban casi tan significativas como sus presencias, pues desde el principio tuve claro que con ellas mi padre decía cosas. O al menos las sugería. Luego regresaba, competía con nosotros en lectura, y de algún modo esas lecturas que él parecía conocer tan bien tenían algo que ver con sus ausencias, silencios y regresos.

Mi idea de los libros y de la lectura está estrechamente unida a lo que he contado. «Tengo miedo sólo de aquel que, en la gran noche patriarcal, bajo las estrellas de Dios, siente en él de pronto el viaje», escribió Saint-Exupéry, uno de mis maestros, a quien en cierta ocasión le preguntaron qué era, si piloto o escritor, y respondió que no veía la diferencia. No era una boutade: en realidad no otra cosa viene a decir en su libro principal, Tierra de los hombres, en donde señala que el hombre necesita un instrumento para medirse con la tierra, y en su caso es el avión. No es extraño así que escribir sea, para él, «una consecuencia». De modo que Saint-Exupéry volaba de día -y sus vuelos exploraban y abrían nuevas rutas, antes de que la aviación se convirtiese en la aventura cuadriculada de una suerte de líneas de autobuses-, y por la noche, como en una sucesión natural, escribía: «Escribir es una consecuencia», dejó dicho. Escribía para descubrir nuevos caminos, pues la escritura es una forma de pensamiento, y a la vez para ir fijando las conquistas.

Así las cosas no me ha sido difícil llegar a una idea que no suele suscitar muchos ecos: si bien la escritura es creación por excelencia -toda escritura, incluida la del ensayo y el periodismo-, no lo es menos la lectura. En particular la lectura, como me han demostrado los lectores que han tenido a bien comentarme mis libros: pocos habían leído el libro que yo había escrito, pero con frecuencia me descubrieron libros que sí estaban dentro del que había escrito y que ni siquiera yo había sabido ver.

La biblioteca de mi casa -acabo de caer en la cuenta- se encuentra en la habitación más libre de todas: quiero decir que ahí cuelgo los cuadros que más me gustan y ninguno de los muebles es lo que parece, aunque entre todos contribuyen a crear, más que un comedor, un lugar de experimentos con los paladares y estómagos de mis amigos. No es una casualidad. Como espero haber dejado claro, no existe verdadera escritura sin libertad -siendo a la escritura la escritura de espejo o literal lo mismo que una foto a un paisaje o la sopa de sobre a la verdadera sopa-, y por las mismas razones también queda descalificada la lectura sin ella. Quiero decir que ambas, la escritura pero también la lectura, y de un modo secreto pero esencial, requieren que ambos, el escritor pero también el lector, impriman su huella y se dejen marcar a su vez por ella; que haya un antes y un después en toda escritura pero también en toda lectura.

Ahora bien, por razones que sería conveniente estudiar, aunque todos en cierto modo intuimos, algo está ocurriendo con el lector que le convierte en el ¿tema? ¿protagonista? ¿problema? central de la cultura escrita, a comienzos del siglo XXI. Siempre se dice que todas las épocas fueron así, y en todas hubo una lectura de portería, la más visible. La cultura, se dice, siempre fue elitista y semi clandestina.

Yo no termino de verlo así. Algo está ocurriendo, o ha ocurrido ya, que está transformando, haciendo mutar al lector, quizá de una forma irreversible. Como ya adelanté, algo está sucediendo con la imaginación y la capacidad de abstracción de los lectores. En contra de lo que se cree, ambos talentos están estrechamente relacionados, y en cierto modo se podría decir que la imaginación es una forma poética de abstracción, y ésta, cierto tipo de imaginación. Y si así ocurre, si esas capacidades se están perdiendo, las consecuencias no pueden ser más dramáticas: pues lo que está en juego es la libertad.

En cierto momento de mi vida tuve la oportunidad de vivir y trabajar en un piso muy agradable, en un edificio rescatado a la destrucción urbanística y recién habilitado, en un barrio sugerente y al lado de un gran parque que pronto tendió a convertirse en mi verdadera casa, donde pasaba más tiempo: pues con una gran decepción fui comprendiendo que todas las virtudes aludidas de mi nueva casa no eran nada si había poca luz, una ausencia a la que en el momento de la elección yo no le había dado excesiva importancia, vista mi afición -hasta entonces- a trabajar y vivir más de noche que de día, más en la sombra que al sol. Con mi reconversión en una especie de sin techo que tendía a vivir en el parque, comprendí entonces que esas eran aficiones de rico, o lo que es lo mismo, de habitante de países soleados en donde, en según qué circunstancias, es posible tener que protegerse, no sólo del sol, sino también de la luz. A ningún noruego se le ocurriría protegerse de la luz. En los países escandinavos no abundan las cortinas. A la postre, la luz, más que iluminación, es espacio, o lo que es lo mismo, libertad.

Creo que algo así está ocurriendo. Este es el momento en que notamos algo raro en nuestra casa y comenzamos a vivir en el parque, pues sabemos que ahí tenemos garantizada la luz, o lo que es lo mismo, la escritura.

¿Lo mismo? Sí, porque en el signo escrito es donde residen, hasta la fecha, y de un modo exclusivo, la imaginación y la abstracción, dos palabras que contribuyen a definirnos como seres humanos. Más aún: nos son indispensables para definirnos. Sin ellas, el mundo se vuelve más bien plano y también corto. Por mucho que digan, un mundo que únicamente confía sus viajes interiores y su crecimiento espiritual al supuesto infinito de las imágenes y los adelantos técnicos se reduce a sí mismo a las dimensiones de los pisos con salón comedor, televisor y tres dormitorios en donde el nuevo urbanismo, con incomprensibles complicidades y aquiescencias, embute a los habitantes de las ciudades.

Las imágenes no han podido nunca y siguen sin poder igualar los poderes de las palabras en el ser humano; ahí es nada: imaginación e idea. De su ausencia han nacido siempre los más variados totalitarismos padecidos por el hombre. Una cultura incapaz de contar el dolor es más bajita, ya no siente el viaje ni es capaz de escribirlo más que en la ficción del vídeo, y está condenada a las fronteras de su aldea y a la música repetitiva de su campanario, y más tarde o más temprano, al totalitarismo. Los destinos de la palabra y del hombre son uno solo.