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El prejuicio como método de lectura

Apartado: Literatura

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Parece ser que la Edad Media tuvo sucesivas y a cual más sugerentes visiones de Virgilio, el máximo vate de la grandeza de Roma. La Iglesia, por ejemplo, llegó a considerar si se le debía declarar profeta, toda vez que en una égloga anunció, parecía, el advenimiento de Cristo, y también porque tres perseguidores de la nueva fe, repitiendo la historia de San Pablo, se convirtieron al oír sus versos y terminaron en mártires.

Según cuenta el erudito Alfonso Reyes, cierto cronista del siglo XIV convierte a Virgilio en catequista de romanos y de egipcios, y además le hace grabar los pasos del Nuevo Testamento en un sillón en el que se sienta a morir. También se dice que San Pablo buscó en Roma los restos de Virgilio, y al dar con ellos se le deshicieron en polvo entre los dedos, lo que dio lugar a amargo llanto.

Nerón, el artista que mandó incendiar Roma para inspirarse, preguntó supuestamente a Virgilio hasta cuándo iba a durar un templo de oro que acababa de construir a sus dioses, y el poeta le respondió que cuando diese a luz una virgen; y así ocurrió cuando el nacimiento de Jesucristo.

Las profecías atribuidas a Virgilio fueron muchas más, hasta el extremo de que algunos acostumbraban acudir a sus escritos en busca de consejo más que de placer, como con unas sagradas escrituras. Tampoco se renunció a buscar profundos significados filosóficos. Igual que hay quien atribuye los más enigmáticos sentidos a Kafka o a García Márquez, en aquel tiempo se decía que Eneas era el Alma Humana y Dido, la Tentación, lo que no tiene nada de extraño si se piensa que sucesivas versiones hacen de Virgilio árabe, cordobés, maestro de escuela y profesor universitario en Toledo.

Mejor negocio

Nada como este tipo de notas a pie de página para comprender que la historia de la literatura es también la de la interpretación, sin duda, que a veces deriva hacia la simplificación, la falsificación y la caricatura, y en estos casos evidentemente en perjuicio de la obra del propio escritor, víctima de esa ajena fabulación a su costa, e igualmente de un público que no está preparado para advertir el hurto. Pero lo más extraordinario es observar hasta qué punto abunda esa interpretación deformada, y cómo va cambiando con la época y el lugar, hasta el punto ­seguro que ya se le ha ocurrido a alguien  de que se podría hacer una historia de las mentalidades en función de cómo falsifican o caricaturizan a los escritores de su tiempo.

Y se podría empezar precisamente por los especialistas en desmitificar, que han convertido la sana y recomendable costumbre cultural de la revisión en el más rentable negocio del derribo, siempre gracias a un público ávido de simplificaciones. Son conocidos los intentos de atribuir a Shakespeare las más diversas naturalezas, incluida la de cuerpo celeste, pues no se consideraba posible que semejante talento cupiese en un solo ser humano, pero el pintoresquismo exegético no es patrimonio del pasado. Quizás el ejemplo reciente más escandaloso sea una biografía del alemán Bertolt Brecht, que pretende atribuir la razón de su talento a su compañera, a quien nunca citó como coautora de la Ópera de tres centavos.

Los prejuicios y las supersticiones, puntas de lanza de las ideologías, son evidentemente los responsables de muchas de estas falsificaciones, aunque no de todas como se verá. Así, gracias a las más exaltadas sacerdotisas del feminismo, Ted Hughes pasó de ser uno de los poetas más notables de la lengua inglesa en esta parte del siglo a una especie de destilado del macho británico, por el hecho de que su esposa, la magnífica poeta Silvia Plath, se suicidara en el momento en que él la abandonó. Así, por ejemplo, Madame Bovary, una de las novelas que fundan la modernidad literaria, comienza a ser cuestionada por algunos teóricos, pues al fin y al cabo no hace sino contar la vida de un ama de casa provinciana y torpe, producto de una imaginación como la de Flaubert, sujeto tan evidentemente machista que llegó a enfermar de venéreas.

En el polo opuesto, Oscar Wilde, de cuyo talento literario es difícil dudar, ha cumplido durante el último siglo una condena mucho más larga que la que le impusieron en la cárcel de Reading el puritanismo y la hipocresía de su época (es lo mismo), a causa de su actividad homosexual, al mantenerle fijo en esa etiqueta de reprobación. Ahora Wilde corre el riesgo de ser santificado y convertido en bandera de los movimientos de liberación homosexual.

Y aunque cueste creerlo, parece ser que un personaje tan aparentemente inocente como Huckleberry Finn, de la novela homónima de Mark Twain, está a punto de entrar en cuarentena en ciertas cátedras porque en alguna parte de sus aventuras (siglo XIX en el estado sureño de Mississipi) hay una alusión despectiva a los negros. Aunque nadie se atreve todavía con el muy antisemita El mercader de Venecia, de Shakespeare, el respeto a las minorías, y particularmente a los negros, es otra de las corrientes dominantes del pensamiento Políticamente Correcto en Estados Unidos, hasta el punto de que algunos lo interpretan otra caricatura  como una licencia para la censura artística. A su vez, un escritor puede quedar preso de una imagen a causa de la caricaturización de una de sus

intenciones, como es el caso del peruano José María Arguedas, fijado para siempre en la inmovilidad de ser «el escritor de los indios». Un peligro parecido sufre Toni Morrison, último premio Nobel, amenazada por la etiqueta etnográfica.

Licencia para caricaturizar Se trata de algo parecido a la «licencia para matar», uno de los atributos del agente secreto James Bond, personaje novelesco de Ian Fleming, muchísimo más complejo y rico que su replicante en el cine, convertido por la capacidad caricaturesca de la industria en una especie de anunciante de inverosímiles cacharritos electrónicos. No es que el agente de Fleming tenga algo que hacer, comparado con sus colegas creados por Conrad, Chesterton o Greene, pero es el protagonista de novelas suficientemente solventes como para que John F. Kennedy las confesase sus preferidas, y de las que no se ha vuelto a saber, barridas de la pantalla por películas que terminaron avergonzando a Sean Connery, el primero y quizá el único pasable de la larga serie de Bonds, James Bonds.

Conrad y Greene (y Chesterton) son, en parte, otras víctimas, aunque gracias a la potencia de sus dones naturales no es fácil que sucumban. El primero, víctima de los que insisten hasta la náusea en su carácter de marino por los siete mares que a los cuarenta años se retiró a escribir sus experiencias. Es cierto que escribió sus experiencias, pero daba igual que fueran en el mar o en una oficina de impuestos, pues de lo que trata la mayor parte de sus libros es de los vericuetos del corazón humano enfrentado con el Bien y con el Mal, y el privilegio de recorrerlos no es patrimonio de los marinos. Y Graham Greene (en parte la culpa fue suya), porque en una de las esquinas de una juventud obsesionada por sacudirse el tedio (también había jugado a la ruleta rusa y se había hecho comunista unas semanas) se le ocurrió convertirse al catolicismo en realidad estaba enamorado de una joven católica , y de un plumazo le resolvió el adjetivo al millón de críticos, periodistas y profesores que hablarían de él en los siguientes cincuenta años: «Graham Greene, escritor católico.» Es cierto que algunas de sus novelas del comienzo lidian con problemas que de una forma amplia podrían ser religiosos, pero también lo es que la más famosa, El poder y la gloria, estuvo prohibida mucho tiempo por el Vaticano. Greene se cansó de decir que no era un escritor católico, sino un católico que escribía (como tantos), pero la etiqueta era demasiado exótica y rentable como para que suprimirla le resultara tan fácil.

El cine, que consiguió lo que no había conseguido nadie en una docena larga de novelas, destruir a James Bond, es sin duda uno de los mayores depredadores de la verdad literaria, si es que tal cosa existe, sin que este hecho comprobable ponga en cuestión su legitimidad para adaptar las historias a su propio lenguaje. Mas cuando se trata de retransmitir la imagen de un escritor, su biografía, su capacidad de caricatura resulta verdaderamente letal.

Entre un millón de ejemplos posibles, destaca el de la caricaturización de Karen Blixen, Isak Dinesen, en la película Lejos de África, o de cómo Hollywood logra convertir a una exquisita danesa de principios de siglo (y no exquisita por baronesa, sino por finura de espíritu) en una ridícula heroína paradigma de la más correosa cursilería: como puede comprobar cualquiera que lea la autobiografía del mismo título, o sus cartas desde África, la película parece una sutil y eficaz venganza contra quien en vida se caracterizó por mantenerse muy lejos del discurso ambiental. Algo parecido sucedería con la película Reds, inspirada en la vida del periodista norteamericano John Reed (Diez días que conmovieron al mundo, inencontrable), y portentoso ejemplo de cómo se logra convertir en éxito de masas en Oklahoma al único extranjero enterrado en el Pabellón de Héroes de la Revolución situado bajo las murallas del Kremlin.

Pero quizá no sea el cine el peor enemigo de lo que podríamos llamar «versión original e íntegra», sino esa sutil etiqueta de la que no desconfían ni las madres más alertas ni los educadores más conscientes: la literatura llamada «infantil» o «juvenil», una peligrosa industria probablemente bien intencionada, a cuya confortable sombra viven los más perezosos fabricantes de teorías pedagógicas, como la de establecer edades para los niveles de lectura, y que ha sido la responsable de las sentencias de cárcel a perpetuidad que padecen algunos escritores sin duda alguna inocentes. Algunos ejemplos: Alicia en el País de las Maravillas, obra de uno de los lógicos más notables de su tiempo, y libro del que se podría hacer una enciclopedia de referencias de autores de todo tipo que lo han utilizado como metáfora de las más diversas disciplinas.

Alejandro Dumas padre, creador de El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros ¡obra que en una reciente versión cinematográfica alguien se ha atrevido a simplificar! Jack London, complejo y atormentado escritor que tuvo la desgracia a estos efectos de escribir de hielos y de lobos. Saint-Exupéry, autor de media docena de obras maestras y oculto a la memoria colectiva por la fama de un misterioso Principito que escribió por encargo de un editor. Edgar Rice Burroughs, excelente escritor que tuvo la desgracia de que su personaje, Tarzán, fuese secuestrado por el sindicato de las tiras cómicas, primero, y luego por el cine. Y el mayor escándalo de todos, Julio Verne, a quien únicamente la ignorancia, la pereza mental, o el prejuicio más característico de nuestro tiempo puede acusar de ser un «escritor para chicos».