El primer problema con Schiele es elegir la paradoja de las varias suyas por las cuales hoy nos sigue interesando —y va a más—, pues cambian, como es privilegio de los grandes. El erotismo, por ejemplo, que en su día le costó tres días de cárcel y un trauma, y que, incluidas las niñas masturbándose —una insolencia difícil de superar en su tiempo, y que podía castigarse con una pena de hasta seis meses de cárcel—, hoy nos parece de una conmovedora inocencia, casi ingenuidad.
El episodio de la cárcel produjo también una extraordinaria serie de cuadros-testimonio, con frases incluidas. «La simple naranja era la única luz» es la escrita al pie de un camastro de presidiario con una naranja sobre él, y es el texto de un poeta —él tenía una buena opinión de sí mismo como aforista—, en un tiempo en que los artistas no se dejaban encajonar. Schoenberg, por ejemplo, era también pintor y llegó a exponer sus cuadros.
Ese cuadro de la naranja-luz es uno de la gran exposición sobre Egon Schiele que se exhibe este invierno en la Galería Albertina, de Viena, y que consigue todavía desvelar algunos cuadros y dibujos inéditos del pintor; no muchos, sin embargo. Algo no tan difícil si se piensa que en los últimos de los 28 años de su corta existencia, que él vivió como si conociese la sentencia, Schiele llegaba a pintar 160 cuadros eróticos al año.
Hoy no se sabe bien si para darle salida a una… ¿sensualidad? sobre la que se ha especulado y se especulará sin fin, o para comerciar con unas imágenes que en su día tenían rápido y cotizado comercio.
Más que el erotismo, del que fue en su época como una suerte de heraldo, y de ahí también su fama en vida en una Viena que inventaba el art nouveau y el psicoanálisis, lo que en estos tiempos de fácil pornografía nos interesa es la evidente pero azarosa tensión entre erotismo y espiritualidad que se desprende de todos y cada uno de sus desnudos. Igual que la flacura, el hambre, la desesperada osamenta que sostiene a sus personajes más en la esquina que en el centro de sus cuadros.
En ello fue un adelantado pues sobre ella se basa una de las modas más visibles de nuestra época (no de la suya, y no creo que esa moda llegue a «concepto de belleza»), que exalta la extrema delgadez hasta degenerar en la atrofia de consagrar la anorexia. Pero sus mujeres, sus hombres exhaustos, y a menudo su propia imagen, en múltiples autorretratos, no tienen tanto que ver con una búsqueda esteticista, pese a su evidente narcicismo, como con el intento de renovar el canon imperante —y tras el inacabable imperio pequeño burgués de los Habsburgo, sofocante—, y como se ha dicho muchas veces, con los nuevos descubrimientos de la época en la psique humana.
Los personajes anoréxicos de Schiele no tienen nada que ver con las modelos-víctima que pasan hambre para vendernos desarrapados pantalones de mendigo a precio de capas de armiño. Tienen más bien que ver con los personajes místicos de Giacometti que —resulta altamente probable, cuando se ve— se inspiró en L’ombra della sera (La sombra de la tarde, según lo bautizó un poeta decimonónico), un dios etrusco venerado en la región italiana de Volterra y tan delgado que parece un palo de hierro, una rendija de noche.
No es casual, así, que a partir de 1910 Schiele se interesase en la teosofía, y que hablase de «la luz de los cuerpos». De ahí que los personajes delgados de Schiele, incluso las jóvenes que exhalan erotismo, recuerden también las siluetas de cadáveres. Como en El Greco, en Zurbarán… y como en el psicoanálisis, que como es sabido (y perdón por la simplificación) alterna su interés en el erotismo y la oscuridad. «Todo está a la vez vivo y muerto», escribió una vez Schiele. Y Heinrich Benesch escribió sobre él: «El rasgo básico de su carácter era la seriedad: no la lúgubre y melancólica seriedad […] sino la tranquila seriedad de alguien dominado por una misión espiritual».
No es casual que Schiele abandonara al cabo de tres años la Escuela de Bellas Artes en la que había entrado a los 16 como un niño prodigio. Se dice que cuando le preguntó a Klimt si pensaba que tenía talento, Klimt le respondió: «Sí. Demasiado talento», lo que entre otras cosas se ha prestado a innumerables interpretaciones.
Niño prodigio… y también torturado por la sensación de ser un incomprendido, como por otra parte era el modelo de artista casi obligatorio en la época, heredado del Romanticismo. De todas formas, y aunque parece ser que Schiele fue a la postre bastante menos «maldito» de lo que a él le gustaba evocar —se describía a sí mismo vestido poco menos que de harapos y periódicos y con ropa interior como telas de araña—, no se trataba sólo de él: exceptuados artistas algo complacientes, como Klimt (El Magnífico), la mayor parte de los contemporáneos de Schiele, como el mencionado Schoenberg y Berg, Webern y otros músicos de la Escuela de Viena, el pintor Kokoschka, incluso Stephan Zweig, a juzgar por sus memorias, o Schnitzler, que escribía de soldados cobardes en una ciudad donde hasta el emperador se vestía de húsar para conquistar a su novia, por citar sólo unos pocos de una lista que agotaría esta crónica, querían romper la postal falsa (es un pleonasmo) de un imperio al que se le iban viendo al fin los rotos: el Danubio nunca fue azul sino gris. Verde como mucho.
Todo ello cobra resonancia cuando se piensa que Schiele vivía a caballo entre los siglos XIX y XX, en la Viena que terminaba con un imperio en medio de una gran revolución artística e intelectual —el psicoanálisis ya aludido, por ejemplo, no es algo ni mucho menos distante de la pintura de Schiele—, y que murió de «gripe española» el día en que terminó la Gran Guerra, la primera mundial. Acaso sus hambrientos, sus fantasmales seres son también como presagios del ejército de espectros que habría de llenar el mundo, pocos años después y para siempre, y justo desde esa zona de Europa.
No es fácil definir el tiempo de Schiele… por su vastedad. No sólo porque en Viena coincidían varios idiomas de un mismo y extenso imperio, sino porque entonces —y esa es la verdadera medida de su tamaño— nacían las ideas que definieron el siglo XX y quién sabe si no el XXI. Piénsese que al mismo tiempo que Schiele dialogaba con los pintores de la «secesión», y sobre todo con Klimt, que lo adoptó, en los cafés de calles paralelas Stalin, Hitler, Trotsky y Herzl, el primer gran sionista, pensaban sus respectivos proyectos al tiempo que, siempre en la misma ciudad, Wittgenstein, Freud y Schoenberg comenzaban una obra intelectual y artística que determinaría el siglo.
Pero lo que de verdad importa, y ayuda a explicar a Schiele y a sus contemporáneos, es que ese vasto imperio comenzaba a caerse. Y sus grietas ya no eran disimulables. De esa inestabilidad por el cambio, y también de los múltiples presagios de un fin inminente, una destrucción, nace no sólo la obra de Schiele sino también la de sus contemporáneos como la poesía apocalíptica de Georg Trakl, las novelas de suelo inestable de Joseph Roth, que terminó alcohólico, trashumante y apátrida pues su país se esfumó en el gran trasiego de banderías y naciones dentro del inmenso negocio de los patriotismos, que conoció un auge extraordinario en la época, o la denuncia de la conversión del idioma alemán en el cartón piedra de frases hechas que no quieren decir nada, realizada por el periodista Karl Kraus en su periódicoDie Fackel (La antorcha).
¿No les suena todo esto? Quizá es por ello por lo que Schiele es más y más contemporáneo. Porque fue uno de los que más contribuyó a cambiar los valores, y muchos de ellos son los nuestros y él fue uno de los primeros, como la mujer que pinta de frente, en avanzada gravidez, con el vientre tenso y convexo, y de gran belleza. O si se prefiere, de gran expresividad, un concepto que él ayudó a poner en primer plano, hasta el punto de introducir una consciente «fealdad» si ese era el precio de conseguirla. No por ello conviene unirlo a pintores que también se afanaban en buscarla, como los expresionistas, en una asociación fácil y típica de su época.
Schiele comparte con ellos no pocos puntos, dicen los especialistas y cualquier observación sin ideas hechas, pero su estilo es demasiado consciente y refinado para asociarle con ellos.
Aunque quizá lo más de nuestro tiempo sea su mirada, siempre subjetiva y deseando serlo en la búsqueda obsesiva de una voz individual, tras una intensa e indisimulable influencia de Klimt, y siempre fragmentaria. Sus cuadros no quieren mostrar algo universal y exportable sino un momento. O si se prefiere, la verdad del momento efímero de alguien en particular. Y a menudo alguien que no se encuentra cómodo, ni siquiera centrado, sino en las esquinas del cuadro.
Schiele también se resiste a envejecer porque en sus cuadros hay conflicto, como si fuesen titulares de periódico. Al margen de la anécdota del cuadro, la «historia», detestada por casi cualquier pintor moderno —y de la que Schiele no termina de alejarse, como tampoco Picasso—, en sus personajes se encuentran siempre fuerzas opuestas y él es el terreno mismo de la ambigüedad. Se puede ver en los retratos, incluso en los «de Corte», varios de los cuales se exhiben en la Albertina.
Y acaso, se le ocurre pensar a uno al ver los cuerpos indudablemente emparentados de los hombres y mujeres de Schiele (su hermana fue durante años su modelo preferida, y también su compañera de juegos), acaso el pintor reflexionaba sobre su propio cuerpo a través del de la mujer. Tal vez se anuncie ahí también, en sus ángeles bellos y a la deriva, un nuevo teatro. El teatro «pobre» en el que el actor es a la vez el personaje, el escenario y el conflicto. El drama.