Una de las impresiones que guardo de mis años de entrevistador de escritores es que casi todos buscan una imagen, lo que no sería muy original, ahora que todo el mundo tiene un consejero de imagen como antes un confesor o una cocinera, de no ser porque con frecuencia son más víctimas que beneficiarios de ella. Y digo «casi todos» por prudencia de tinterillo porque no conozco a ninguno que no aspire a tenerla, incluidos los que se presentan: «Mucho gusto, Fulano de Tal, yo no tengo una imagen ni falta que me hace.» Ese era el caso del italiano Aldo Busi, por ejemplo, un publicador cuyos intentos de llamar la atención con los polvorientos tics del enfant terrible resultaban tan desaforados (y patéticos) que en lugar de la entrevista me pareció más útil publicar un parte de guerra con sus trucos para provocar titulares.
En las antípodas se encontraba el también italiano Leonardo Sciascia, que antes de responder (al final de su vida, en Sicilia), dejaba al entrevistador hablando solo mientras lo miraba con los ojos melancólicos y profundos de sus novelas. Y cuando el periodista había pasado un examen invisible que podía durar horas, sólo entonces accedía a entrar en una de las más cálidas e inteligentes conversaciones a las que he tenido la fortuna de dar réplica… y que también podía durar días. Igual que Susan Sontag, una mujer brillante cuya voracidad hay que apaciguar pues ella tiende a ser la que entrevista, al galope de su curiosidad —»¡Todo es tan interesante!», titulé—, al tiempo que rechaza lo que no iguale su idea de la cultura: no aparece en televisión, por ejemplo, y puede suspender toda una rueda de entrevistas por una sola pregunta estúpida. (Imagínense.)
¿Significa eso que Sciascia y Sontag no tienen una imagen de sí mismos como escritores? Como es obvio, sólo significa que la eligen, y que no están dispuestos a pagar los trágalas e impuestos en bobada de la popularidad a cualquier precio, que es, por lo que se ve y por venta de ejemplares, claro, la que se impone: hoy muchos creen que, si es lo bastante enrollado y rockero, un escritor o sucedáneo puede terminar conectando con los grandes rebaños virtuales que compran millones de discos de cantantes de karaoke.
Sucede que nadie controla las imágenes cuando el escritor ha muerto. Ahí tienen a Beckett, por ejemplo, el escritor más sobrio del siglo (y uno de sus himalayas), al que no hace mucho le hicieron un homenaje en su casa de campo, con alcaldes y bandas de música, en lo que habría sido un sainete kafkiano en el supuesto de que Kafka hubiese sabido lo que es un sainete (que ni en cien años). O Flaubert, Twain, Faulkner y otros, sometidos por comisarios camuflados de profesores a la fiscalización estalinista del pensamiento políticamente correcto en las universidades de Estados Unidos; o utilizados, como Shakespeare, tan grande que se le puede malinterpretar hasta el infinito. O Sir Liam Helas Peak, borrado de las enciclopedias por ser una especie de Lord Byron (poeta, aristócrata y donjuán)… con un siglo de retraso. O Karen Blixen, deforme para siempre por una cursilada de Hollywood. O Iris Murdoch, en cuya película, Iris, sólo reconocí el brillo de los prados en el jardín silvestre de su casa de Oxford… pero ni un brillo de su inteligencia. O Carmen Díez de Rivera, a quien un cáncer impidió escribir sus memorias y ha posibilitado que la semilogren convertir en personaje del porno rosa, a ella, uno de los actores más serios y lúcidos de la Transición. La desfachatez de la imagen no tiene ni vergüenza ni piedad.
Podría tejer con mil ejemplos la mortaja de Penélope: igual que ésta, no tendría más utilidad que excitar la vanidad y lujuria de los pretendientes (los asesores de imagen). Mas hay uno que sí me gustaría rescatar, y es el de José Donoso. Precisamente porque en vida no tuvo mucha patria a la que pertenecer al modo de las estatuas de los parques, ni un reconocimiento pleno —entraba y salía con Sábato del club de los cinco que armaba el no tan redondo Boom (uno de los grandes pelotazos de imagen de la Historia)—, y porque además le atribuían esos poderes de hacer llover en los picnics con que la mezquindad intenta rebajar en ese mundo lo que envidia y no comprende, Donoso disfrutó del privilegio de tener que renovarse en cada uno de sus libros, algo que, para su desgracia, rara vez sucede entre los primeros de la clase. Tuve la suerte de tratarle —él procuró ayudarme con la generosidad que se desprende de lo que cuento—, y cuando pienso en la imagen, la sombra inevitable de los escritores, recuerdo una conversación con ocasión de su último viaje a España, antes de regresar a Chile a morir. Según he ido comprendiendo, me parece que en ella recortó su propia sombra para proponerla —ya que no es posible eludirla—, y al tiempo ofrecer un antídoto. Hablábamos de alguien y yo dije: «Es un pesado: sólo habla de literatura».
Donoso me miró con sus ojos azules de náufrago y me dijo: «¿Hay algo más?»