Yo nací extranjero. Quiero decir que nací en Bogotá, Colombia –el lugar más lejano de la tierra, según dice Dostoievski en algún sitio que no recuerdo-, hijo de padre español y madre colombiana. Ambos eran viajeros que me sacaron de Colombia a los seis meses para pasar una infancia trashumante por algunos países y –esto es importante- otros idiomas. Además esos idiomas no siempre se sobreponían a los países.
Desde mi primer recuerdo, mi percepción del mundo fue la de extranjero. O si se prefiere, forastero. O, en algunos casos que quisiera ir aumentando, un nativo un poco raro. No sé qué es no serlo, desconozco cualquier sentimiento de pertenencia exclusiva a un país, siquiera chico, una patria, una raza, un nosotros, una palabra en la que no confío demasiado pues nunca he terminado de saber sus límites.
Todo ello ha marcado mi vida hasta el extremo de que, estoy seguro, determinó mi decisión de escribir, oficio que, más allá de lo que proponía Albert Camus, quizá sea la expresión misma de la extranjeridad. Su pasaporte.
Se puede ser extranjero de formas muy diversas, pero –al menos desde mi percepción- no se puede escribir, escribir literatura, quiero decir, si no es desde cierta marginalidad. Cierta extranjeridad. Justo lo contrario de ese tentador pero tramposo equívoco que propone lo local como condición para lo universal, y que tanto ha prosperado en todas partes pues todo el mundo se apunta a imaginar que su pueblo es el centro del mundo. Soy consciente de ir en contra de los tiempos, algo que, por cierto, es o debiera ser también inherente a la escritura, o mejor, a la ética del artista: escribir a contracorriente...